miércoles, 28 de abril de 2010

Patrimonio y derechos de construcción / Fernando Diez

Patrimonio y derechos de construcción
Por Fernando Diez

La protección del patrimonio construido de la ciudad es algo necesario, pero que no puede resolverse por simple voluntarismo. En primer lugar, es necesario atender a las distintas situaciones de las edificaciones, evitando su demolición, pero en muchos casos habilitando su modificación para su reutilización en nuevos destinos, haciéndolas viables económicamente. En segundo lugar, es necesario crear las condiciones de neutralidad económica que permitan una discusión objetiva de su catalogación, libre de lobbies e intereses creados. La discrecionalidad de los funcionarios públicos para fijar derechos de construcción, mayores o menores, sin esa neutralidad económica, es la mejor manera de alentar una corrupción estructural. En tercer lugar, no puede cargarse sobre el erario público (o sea sobre los hombros de los vecinos) un sistema extendido de protección patrimonial.
Todo sistema de regulación de la edificación urbana debe contemplar los efectos económicos de la aplicación de las normas. Porque cuando se limitan los derechos de construcción adquiridos las demandas de los afectados irán contra el dinero público. Impericia en este aspecto, resulta en un costo fatal para la ciudad y, por lo tanto, para sus vecinos. Pero además en una injusticia. Tanto cuando se compensan con el dinero de la Ciudad los derechos limitados, como cuando se otorgan nuevos derechos gratuitamente, que no son sino privilegios (algo que ha sucedido ya demasiadas veces). El argumento de que las normas de edificación favorecen el bien común no es suficiente para justificar estas injustas transferencias económicas de todos a unos pocos.
La historia de la regulación urbana de la Ciudad es, en buena parte, la de la sucesión anticipada de normas de edificación que pretendían ser mejores que los anteriores. Especialmente desde 1945, esto resultó en una carrera en la que cada nueva regulación, para fomentar el tipo de edificio por ella promovido, incentivaba su construcción con premios en la superficie construible, siempre mayores que los ofrecidos por la regulación anterior. Transcurrido medio siglo, se hizo visible que sólo en algunos pocos sectores de la ciudad estas políticas lograron crear entornos homogéneos, en la mayor parte del territorio urbano, estimularon un tejido heterogéneo de densidades dispares. Un resultado desafortunado, porque la renovación edilicia se dispersó, arrasando cuadras que podrían haber conservado la homogeneidad y el encanto de tiempos anteriores, favoreciendo la demolición de buena parte del patrimonio construido de la ciudad.
Hoy este proceso aún continua y los vecinos de Caballito se alarman de las torres que amenazan las condiciones de habitabilidad de calles bajas, del mismo modo que grupos preocupados por el patrimonio edilicio se oponen a la desaparición sin remedio de los últimos testigos de otras generaciones de edificios del Barrio Norte, esos que dieron su fisonomía clásica a la ciudad.
Todas estas cuestiones fueron creando la conciencia y el interés en revisar las normas de edificación con el intento de proteger edificios individuales y tejidos característicos. A diferencia de las normas que regularon la edificación en la ciudad durante todo el siglo XX, una nueva normativa debería reconocer el hecho de que la ciudad ya no es homogénea, como pudo haberlo sido a principios de siglo XX. Tampoco lo son sus posibles distritos. Por lo tanto, ya no son posibles regulaciones genéricas, que actúen dibujando el plano de distritos de condiciones pretendidamente uniformes. Tampoco lo es seguir pensando exclusivamente en términos de sustitución edilicia, como si todos los edificios de la ciudad estuvieran destinados a ser reemplazados por otros mayores. Es necesario pasar a una visión que actúe sobre el espacio concreto de las calles y el patrimonio edificado de cada manzana, siguiendo los conceptos de un completamiento urbano que tenga como prioridad enmendar y consolidar las situaciones existentes. Hoy, la conservación debe ser vista, al menos, como tan importante como la sustitución edilicia.
Pero esto exige de una acción conjunta sobre las distintas situaciones. Pues en tanto afecta los derechos adquiridos de los propietarios, debe pensarse en un mecanismo que los compense sin que esto signifique cargar sobre los hombros de todos los vecinos ese esfuerzo. Si no se tienen en cuenta estos problemas, el intento de protección patrimonial de gran número de edificios de la primara mitad del siglo XX, así como otras normas de reordenamiento del tejido urbano o contención de la densidad, atenderán la preocupación por el patrimonio y la calidad de los espacios urbanos porteños, pero generarán demandas de indemnización, no sólo de quienes estaban planeando construir mayores superficies, también de quienes adviertan que pueden obtener un resarcimiento de la pérdida de un derecho que ni siquiera pensaban ejercer.
Cuando un edificio es declarado de valor patrimonial, restringiendo los derechos de su propietario a construir muchos metros cuadrados, no puede pretenderse indemnizarlo con el dinero del erario público, porque entonces se transferiría el dinero de todos, pobres y ricos, a aquellos propietarios circunstancialmente afectados, para indemnizarlos de una pérdida que en algunos casos es sólo potencial. Ni tampoco es necesario. Un mecanismo de compra-venta de derechos de construcción, podría compensar a aquellos que, a partir de una nueva regulación, se vieran limitados en sus derechos de construcción, habilitándolos a venderlos en el mercado a quienes, para poder ejercer el derecho de mayores metros construibles que nuevas normas les otorguen, solo puedan hacerlo comparándolos a los anteriores. De este modo el balance de premios e indemnizaciones podría mantenerse neutro, y la ciudad no se vería forzada a pagar costosísimas indemnizaciones. Esto permitiría pensar en un número considerable de edificios patrimoniales y tejidos característicos a ser conservados, pues hasta ahora el costo económico de las compensaciones impedía esa posibilidad. Se trata de mecanismos que se aplican en algunas ciudades de los EEUU (en New York desde 1968).
Este mecanismo es más complejo pero mejor que los aplicados anteriormente, y sería más amplio que la simple transferencia de derechos de edificación. Debe recordarse que en 1977, cuando las normas limitaron los derechos anteriores, para evitar las demandas se otorgó un período de gracia de varios años. En la práctica esto produjo una avalancha de proyectos aprobados, incentivando, en vez de restringiendo, las situaciones que se pretendía limitar. En sentido contrario, cuando se ampliaron los derechos de construcción, estos se entregaron sin cargo a los propietarios, transfiriéndoles una riqueza que no tenía porqué ser gratuita. Esto sucedió numerosas veces, transfiriendo injustamente a unos pocos lo que era de todos. Sucedió en 1945 y posteriormente con la legislación del Edificio Torre. Y más recientemente, cuando se ideó la “ley de enrase”, que permitió igualar la altura de los edificios vecinos para homogeneizar los frentes de manzanas incompletas.
Ha llegado la hora de reconocer que las normas no pueden ser genéricas, sino que deben actuar particularizadamente, manzana por manzana y calle por calle, preservando más pero también permitiendo un mejor completamiento. Todos esos cambios en la normativa deberían dar un balance neutro o positivo de potencial construible, y los derechos adquiridos y restringidos, deberían compensarse en un mercado de derechos de construcción transparente, con un registro público y las demás precauciones del caso. Sin esa neutralidad en el beneficio económico, será imposible discutir la verdadera conveniencia urbanística y el valor patrimonial de las múltiples y numerosas situaciones que deben decidirse.
(Originalmente publicado en revista CPAU)

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