viernes, 30 de abril de 2010

El fenómeno de la vivienda de interés social en Tijuana


Por René Peralta


The simultaneously archaic and hyper-modern 'archetypal fact' of twenty-first century architecture and urbanism will be the enclosure, the wall, the barrier, the gate the fence, the fortress.
Lieven De Cauter


En el último libro/revista de Rem Koolhaas titulado Content se publicó un artículo que me hace pensar en la falta de responsabilidad ética del arquitecto y del discurso arquitectónico contemporáneo. Bill Millard en Violence against architecture: Quixote comes of age in Sarajevo (1), define con una variedad de ejemplos “urbicidio” como el acto premeditado de destrucción urbana en áreas de intercambio cultural. Si el arquitecto construye también puede destruir.

El urbicidio divide y delimita identidades, eliminando situaciones que producen contrastes, normalmente el que practica el urbicidio es aquel que no separa su espacio urbano de un grupo limitado y cerrado. Aquel que encierra y abandona estructuras urbanas también es tan culpable, como el que desvía fondos públicos destinados para obras comunitarias. Aquellos que con la bandera de vivienda social construyen miles de viviendas suburbanas - para después abandonarlas creando una condición de entropía - también son culpables del urbicidio. La decadencia de las estructuras físicas con las sociales van mano a mano, como ha quedado demostrado por ejemplos como el de Pruit Igoe en Saint Louis, EUA; los superbloques de vivienda racionalistas que crearon una anarquía cívica en Caracas, Venezuela a fines de los años 50 y otros ejemplos que nos dejó el modernismo utópico lecorbusiano. En Tijuana es irónico que exista una empresa con el mismo prefijo (Urbi), como si sus creadores fueran parte de una visión fascista que intenta eliminar o anular el concepto de ciudad habitable. Las estructuras físicas y de control, creadas por este tipo de organizaciones crean los mecanismos que desproveen a la ciudad de un espacio plural, creando, como menciona Michel de Certeau, “lugares donde no se puede creer en nada”. (2)


Se me haría difícil clasificar con toda certeza a estos desarrollos como “auténticos” no-lugares. Aunque Marc Augé hace varios puntos interesantes sobre la definición y configuración de un no-lugar. (3) El ejemplo mas concreto es, el no-lugar es totalmente cuantificable. Los limites de su extensión, como su cantidad de unidades y los metros cuadrados de asfalto son cuantificables y construidos con el spread sheet en vez de con la historia e intercambio de ideas, palabras y ambigüedades. Lugares, no-lugares del hyper-design, calculados hasta la última gota de concreto, el diseño se ha convertido en la técnica de la supresión de la espontaneidad. Esto me lleva a creer en el concepto de Non-design; el diseño como catalizador de intensidades, y no como génesis de la forma y espacio. El diseño (en esta definición de Non-design), es una cualidad intrínseca del espacio político de la cuidad. Si la arquitectura es una forma de praxis cultural su operatividad debe ser proyectiva.


En Tijuana el proyecto de Urbicidio esta compuesto de dos modelos: El primero, construcciones seriadas de mínimo espacio al este de la cuidad, un mar de cuartos, Tijuana es la verdadera “City of Quartos”. (4) Homogeneidad, claustrofobia urbana —hacer ciudad no es hacer cuartos—, hacer ciudad es entender las condiciones sociales y culturales de los usuarios y dejar libre la posibilidad de su representación en la misma ciudad. En los últimos veinte años la zona este de Tijuana ha sobrepasado su masa critica, condiciones de vivienda pasaron de ser auto construidas hacia el fenómeno de las casas en serie que se construyeron de la noche a la mañana. Suburbios “drag and drop” son la norma hacia una estrategia de la vivienda para la clase trabajadora. Si la autoconstrucción generó hibridismos constructivos, las construcciones mono-lógicas de la vivienda en serie incluyen en su pedigrí iconografía a la Disneyland —sueños de lugares exóticos—. Estocolmo, Lisboa, Madrid, Londres; sumando nombres de maestros de la literatura universal como Cervantes, Dante, Sartre, Victor Hugo entre otros, son los nombres de las calles de estos desarrollos con la intención de estimular un despertar cultural en la comunidad. La ciudadanía tiene que imaginarse que los planificadores de estos lugares, perciben la cultura desde el punto de vista de unas vacaciones europeas burguesas, o como un mero cuento de hadas psicológico que es inalcanzable e inconstruible. La solución a estas condiciones de hacinamiento no se encuentra en las manos de los desarrolladores —está en la determinación de la sociedad de exigir un espacio digno y heterogéneo—. Lo que me parece fascinante es la determinación de los habitantes por formar su propio tipo de urbanismo a través de su idiosincrasia. Una acumulación de viviendas abandonadas para crear ciudad por su propia voluntad.

El segundo modelo consiste en la falsa proposición de vender seguridad dentro de una ciudad insegura y violenta; vivir en la ciudad es decadente y peligroso; vivir con guardia las 24 horas y dentro de un espacio delimitado por muros que crean mini fronteras (como si nos faltaran bardas de qué preocuparnos en Tijuana) es protegerse de las masas; la segregación es seguridad. Muros que como en otras condiciones (extremas) aíslan clases sociales, distancian ideologías religiosas y políticas. Viviendas con estilos mediterráneos y californanianos, que se promueven en los desarrollos de clase media seriada están basados en una mala copia de tácticas de mercadotecnia, propia de los “boosters” en la recién formada cuidad de Los Ángeles, a finales del siglo XIX. Los boosters eran de acuerdo a Mike Davis, personas interesadas en atraer nuevos habitantes a la zona por medio de mitos y leyendas sobre “las Californias”. Así mismo, ayudaron a presentar a Los Ángeles ante los jubilados, la clase media y los inversionistas del país como si se tratase del nuevo destino del sol y la salud. Iglesias y capillas construidas por los franciscanos que según las leyendas creadas por el propietario del Times y líder de los boosters, Harrison Gray Otis, trajeron una cultura superior a los indios de la región. Un mito conservador y hasta racista (que aunque por detrás de los anuncios publicitarios se sabía que existían abusos y esclavitud), logró hacer de Los Ángeles anglosajona uno de los pueblos mas violentos entre 1860 y 1870. Muchas de las iglesias “misiones” del pueblo se conservaron para hacer de ellas parques temáticos y crear el conocido estilo “misión” que también se conoce como californiano que se ve hoy en las viviendas de los desarrollos de clase media.(5)
En estos desarrollos de vivienda de clase media en Tijuana, se simula la ciudad —sería un peligro vivir la realidad—, existen simulacros de la villa italiana, de un Eastlake San Dieguino, de un mundo blanco, un archipiélago hermético.


Gastón Bachelard revela que nuestra casa es parte de una experiencia real, como también virtual, por medio de la memoria y los sueños. Para cada individuo su casa es un viaje de historias y deseos coexistidos. Acumulamos nuestras experiencias en espacios y los transportamos cada vez que emigramos de lugar en lugar. La casa se vive físicamente y en la imaginación; desde niños, nuestra casa es el lugar donde aprendemos a soñar, nuestra casa es un universo personal.(6) Cualquier praxis social, geográfica o etnográfica construye el significado de la vida social. Cuando la geometría se convierte en el diagrama de nuestras experiencias, existimos en nuestros dibujos, los cuales representan un dualismo dentro la producción del espacio, casa/hogar, dibujo/diagrama, que constituye nuestra realidad como arquitectos. Si lo que presenciamos en estas construcciones es un ejemplo en eficiencia espacial y economía, poseerá el suficiente espacio para la imaginación y la memoria, o por lo menos para soñar despiertos.
En cambio, si cada habitación de nuestra casa es un espacio de experiencias, una embarcación horizontal de recuerdos y un resguardo vertical —un techo—, quizás estas cuatro paredes son un mecanismo de represión y negación de la intimidad y, en vez de producir recuerdos, amenazan nuestra experiencia de habitar un universo personal.

El acto de diseñar espacios, comunidades y ciudades es una forma activa de moldear actividades políticas y humanas. Es una responsabilidad social y como tal puede ser juzgada cuando es nociva para la salud mental y física de la sociedad. El usuario no es un concepto abstracto de un índice de mercadotecnia, no es “the bottom line”. En la historia se han presentado casos de diseño urbano como mecanismos de control (Hausman en París o Speer en Berlín) y mientras estas empresas locales estén en la negación total de la realidad en la que laboran, no podrán ser absueltas de urbicidio.

miércoles, 28 de abril de 2010

Patrimonio y derechos de construcción / Fernando Diez

Patrimonio y derechos de construcción
Por Fernando Diez

La protección del patrimonio construido de la ciudad es algo necesario, pero que no puede resolverse por simple voluntarismo. En primer lugar, es necesario atender a las distintas situaciones de las edificaciones, evitando su demolición, pero en muchos casos habilitando su modificación para su reutilización en nuevos destinos, haciéndolas viables económicamente. En segundo lugar, es necesario crear las condiciones de neutralidad económica que permitan una discusión objetiva de su catalogación, libre de lobbies e intereses creados. La discrecionalidad de los funcionarios públicos para fijar derechos de construcción, mayores o menores, sin esa neutralidad económica, es la mejor manera de alentar una corrupción estructural. En tercer lugar, no puede cargarse sobre el erario público (o sea sobre los hombros de los vecinos) un sistema extendido de protección patrimonial.
Todo sistema de regulación de la edificación urbana debe contemplar los efectos económicos de la aplicación de las normas. Porque cuando se limitan los derechos de construcción adquiridos las demandas de los afectados irán contra el dinero público. Impericia en este aspecto, resulta en un costo fatal para la ciudad y, por lo tanto, para sus vecinos. Pero además en una injusticia. Tanto cuando se compensan con el dinero de la Ciudad los derechos limitados, como cuando se otorgan nuevos derechos gratuitamente, que no son sino privilegios (algo que ha sucedido ya demasiadas veces). El argumento de que las normas de edificación favorecen el bien común no es suficiente para justificar estas injustas transferencias económicas de todos a unos pocos.
La historia de la regulación urbana de la Ciudad es, en buena parte, la de la sucesión anticipada de normas de edificación que pretendían ser mejores que los anteriores. Especialmente desde 1945, esto resultó en una carrera en la que cada nueva regulación, para fomentar el tipo de edificio por ella promovido, incentivaba su construcción con premios en la superficie construible, siempre mayores que los ofrecidos por la regulación anterior. Transcurrido medio siglo, se hizo visible que sólo en algunos pocos sectores de la ciudad estas políticas lograron crear entornos homogéneos, en la mayor parte del territorio urbano, estimularon un tejido heterogéneo de densidades dispares. Un resultado desafortunado, porque la renovación edilicia se dispersó, arrasando cuadras que podrían haber conservado la homogeneidad y el encanto de tiempos anteriores, favoreciendo la demolición de buena parte del patrimonio construido de la ciudad.
Hoy este proceso aún continua y los vecinos de Caballito se alarman de las torres que amenazan las condiciones de habitabilidad de calles bajas, del mismo modo que grupos preocupados por el patrimonio edilicio se oponen a la desaparición sin remedio de los últimos testigos de otras generaciones de edificios del Barrio Norte, esos que dieron su fisonomía clásica a la ciudad.
Todas estas cuestiones fueron creando la conciencia y el interés en revisar las normas de edificación con el intento de proteger edificios individuales y tejidos característicos. A diferencia de las normas que regularon la edificación en la ciudad durante todo el siglo XX, una nueva normativa debería reconocer el hecho de que la ciudad ya no es homogénea, como pudo haberlo sido a principios de siglo XX. Tampoco lo son sus posibles distritos. Por lo tanto, ya no son posibles regulaciones genéricas, que actúen dibujando el plano de distritos de condiciones pretendidamente uniformes. Tampoco lo es seguir pensando exclusivamente en términos de sustitución edilicia, como si todos los edificios de la ciudad estuvieran destinados a ser reemplazados por otros mayores. Es necesario pasar a una visión que actúe sobre el espacio concreto de las calles y el patrimonio edificado de cada manzana, siguiendo los conceptos de un completamiento urbano que tenga como prioridad enmendar y consolidar las situaciones existentes. Hoy, la conservación debe ser vista, al menos, como tan importante como la sustitución edilicia.
Pero esto exige de una acción conjunta sobre las distintas situaciones. Pues en tanto afecta los derechos adquiridos de los propietarios, debe pensarse en un mecanismo que los compense sin que esto signifique cargar sobre los hombros de todos los vecinos ese esfuerzo. Si no se tienen en cuenta estos problemas, el intento de protección patrimonial de gran número de edificios de la primara mitad del siglo XX, así como otras normas de reordenamiento del tejido urbano o contención de la densidad, atenderán la preocupación por el patrimonio y la calidad de los espacios urbanos porteños, pero generarán demandas de indemnización, no sólo de quienes estaban planeando construir mayores superficies, también de quienes adviertan que pueden obtener un resarcimiento de la pérdida de un derecho que ni siquiera pensaban ejercer.
Cuando un edificio es declarado de valor patrimonial, restringiendo los derechos de su propietario a construir muchos metros cuadrados, no puede pretenderse indemnizarlo con el dinero del erario público, porque entonces se transferiría el dinero de todos, pobres y ricos, a aquellos propietarios circunstancialmente afectados, para indemnizarlos de una pérdida que en algunos casos es sólo potencial. Ni tampoco es necesario. Un mecanismo de compra-venta de derechos de construcción, podría compensar a aquellos que, a partir de una nueva regulación, se vieran limitados en sus derechos de construcción, habilitándolos a venderlos en el mercado a quienes, para poder ejercer el derecho de mayores metros construibles que nuevas normas les otorguen, solo puedan hacerlo comparándolos a los anteriores. De este modo el balance de premios e indemnizaciones podría mantenerse neutro, y la ciudad no se vería forzada a pagar costosísimas indemnizaciones. Esto permitiría pensar en un número considerable de edificios patrimoniales y tejidos característicos a ser conservados, pues hasta ahora el costo económico de las compensaciones impedía esa posibilidad. Se trata de mecanismos que se aplican en algunas ciudades de los EEUU (en New York desde 1968).
Este mecanismo es más complejo pero mejor que los aplicados anteriormente, y sería más amplio que la simple transferencia de derechos de edificación. Debe recordarse que en 1977, cuando las normas limitaron los derechos anteriores, para evitar las demandas se otorgó un período de gracia de varios años. En la práctica esto produjo una avalancha de proyectos aprobados, incentivando, en vez de restringiendo, las situaciones que se pretendía limitar. En sentido contrario, cuando se ampliaron los derechos de construcción, estos se entregaron sin cargo a los propietarios, transfiriéndoles una riqueza que no tenía porqué ser gratuita. Esto sucedió numerosas veces, transfiriendo injustamente a unos pocos lo que era de todos. Sucedió en 1945 y posteriormente con la legislación del Edificio Torre. Y más recientemente, cuando se ideó la “ley de enrase”, que permitió igualar la altura de los edificios vecinos para homogeneizar los frentes de manzanas incompletas.
Ha llegado la hora de reconocer que las normas no pueden ser genéricas, sino que deben actuar particularizadamente, manzana por manzana y calle por calle, preservando más pero también permitiendo un mejor completamiento. Todos esos cambios en la normativa deberían dar un balance neutro o positivo de potencial construible, y los derechos adquiridos y restringidos, deberían compensarse en un mercado de derechos de construcción transparente, con un registro público y las demás precauciones del caso. Sin esa neutralidad en el beneficio económico, será imposible discutir la verdadera conveniencia urbanística y el valor patrimonial de las múltiples y numerosas situaciones que deben decidirse.
(Originalmente publicado en revista CPAU)